Los reencuentros son siempre complicados, porque has dejado demasiadas frases en la despedida previa, los abrazos y las sonrisas que se quedaron la última vez. Cuando volvéis a encontraros piensas si todo eso seguirá ahí, si las luces seguirán encendidas y la calidez con la que te despediste estará latente.
Y en esas estaba, esperando el reencuentro, sentada en mi sofá blanco, con una camisa verde militar, unos vaqueros y subida a unos stilettos negros que me habían costado un ojo de la cara, pero merecería la pena, o eso llevaba pensando desde que habíamos planeado la cena en mi casa hacía dos días. Yo haría la cena, de primero ensalada de manzana, espinacas y queso de cabra, seguido de tostas de salmón ahumado con mermelada de tomate. El traería el vino, el postre esperaba que fuésemos nosotros, aunque, por si acaso, dejé unos coulant de chocolate preparados para calentar. Sí, me había tirado toda la tarde en la cocina, así que esperaba que mereciera la pena.
Sonó el timbre y salté del sofá, mirando si la mesa estaba perfecta y todo estaba en su sitio. Me miré en el espejo, todo estaba correcto, excepto mis nervios, ellos iban por otro lado, pero esperaba que no me traicionaran, que me dieran tregua y pudiéramos pasar una noche de diez, en todos los sentidos. En ese segundo antes de abrir la puerta se me pasaron miles de pensamientos por la cabeza. ¿Seguiría igual de guapo? ¿Estaríamos igual que antes de las despedidas? ¿Habría la misma naturalidad entre nosotros y la misma confianza? ¿Seguiría esa sensación de querer arrancarnos la ropa cada cinco minutos? Todo eso pasó por mi cabeza en esa milésima, hasta que abrí la puerta.
Allí estaba, con una camisa gris, una americana negra y unos vaqueros, adiós a mi fortaleza, hola a las ganas de quitarle todo y que él fuese mi cena. ¿he dicho cuánto me gustan los hombres con camisa? Allí estaba, sonriéndome y con una botella de vino blanco, y yo con cara de boba mirando su tremenda perfección. No era perfecto, ni lo es, creo que tiene miles de defectos, pero eso es lo bueno de las personas que nos gustan, que nos gustan con todos sus defectos y con todas sus virtudes.
Entramos al salón y él me preguntó si podía poner música, juró que no estaba predestinado, pero cuando puso el equipo de música sonó Black Velvet de Alanna Myles, canción porno donde las haya. Me miró y se echó a reír, bendita música para mis oídos su risa. Podría volverme adicta a ella, y a su olor, el que no se iba de tus fosas nasales una vez que lo olías. Sí soy muy fetichista de los olores.
Me ayudó a servir la comida y nos pusimos a hablar, del trabajo, las vacaciones, de nuestra vida. ¿Cómo le explicaba que yo había pasado los últimos meses pensando en él al noventa por ciento del tiempo? Creo que él notaba como apretaba los muslos bajo la mesa, y es que era totalmente imposible no ser inmune a sus encantos, al menos para mí, iba a morir por altas temperaturas corporales, vamos, que tenía un calentón de "apaga y no te menees". Pero allí estaba, comiendo como una princesa e intentando no parecer demasiado desesperada.
No sé si al final fui yo o fue él, pero cuando fuimos a por el postre no me dio tiempo ni a cogerlo. De repente estaba sentada en la encimera con las piernas abiertas y el comiéndome el cuello de manera desatada. Su olor, su lengua jugueteando con la mía, los besos impacientes después de tanto tiempo deseándonos. Me agarró del pelo y echó mi cabeza hacía atrás mientras me mordía el cuello. Los gemidos se mezclaba con los "no sé si voy a poder llegar a la cama" o los"creo que te voy a follar aquí mismo". Me deshice de su camisa, y allí estaba, lo que había imaginado durante tantos meses, su vientre marcado y fuerte, su piel suave y tersa expuesta para mí, para que me dedicara a lamerle durante horas y horas. Se deshizo de mi blusa y de mi sujetador mientras amasaba mis pechos con sus enormes manos, se los metía en la boca y me llevaba al séptimo cielo.
Nos movimos, me llevó en volandas a la habitación mientras seguíamos mordiéndonos desesperadamente. Me puse de pie y llegó mi turno, le quité los pantalones y los boxers, y allí estaba, grande, potente, como siempre había imaginado, se la chupé, muy mucho, mientras el me sujetaba el pelo y marcaba el ritmo. Creí que se correría, pero no. Me levantó de golpe y antes de que pudiera darme cuenta me subió a horcajadas y me penetró. Sentirle dentro de mí era una pura catarsis, jamás había sentido nada igual. Me moví despacio, poniendo la mano en su vientre mientras marcaba el ritmo, el empujaba y juró que pensé que iba a tardar menos de cinco minutos en correrme, pero no...allí estábamos, sudando, lamiéndonos, absorbiendo cada gemido en nuestras boca, con nuestros besos. Empecé a sentir un calor interno que recorría cada centímetro de mi piel, cada poro de mi cuerpo, y supe que me iba a correr, y sabía que él también. Aceleramos los movimientos y llegó, nos dejamos ir, fue tan intenso que no pude ni gritar, se quedó en mi garganta, intenso, inolvidable.
Nos miramos y sonreímos, mientras la música que habíamos puesto en el salón al principio seguía sonando, esta vez con Sex on Fire de Kings of Leon, venía al pego la canción. Allí estaba él, en mi cama con su sonrisa pícara, y yo solo con verle sonreír quería repetir hasta que se acabara el mundo.
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